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La Virgen de Alba - Capítulo 5




5. La hija de su madre.

    Algunas noches en que estaba de guardia, la bella y dulce Rosita se colaba en mi cuarto.  Le daba placer de innumerables maneras y lo recibía cuando se venía pronunciando mi nombre como si fuera el de un dios.  Me adoraba.  Me adoraba tanto que incluso intentó satisfacerme en la misma forma en que yo se lo hacía.  No la dejé.  Sus manos sobre mi piel eran frías como el aire que se filtraba por mi ventana para después quemar como el hielo.  Dolían como heridas punzantes y ante sus caricias  mi único deseo era el de quedarme sola y desahogar las lágrimas que guardaba celosamente en el pecho.  Podía ofrecerle el cariño que me sobraba, era mucha la soledad que sentía en el hospital; podía amarla con toda mi sabiduría y disfrutar de sus temblores inagotables, reconozco que saber que se la había robado a la Torres era mi mayor satisfacción; pero no podía entregarle mi cuerpo; y lo que tampoco podía confesarle era que el motivo de mi frialdad no se debía a su inexperiencia sino a que mi alma, mi cuerpo entero, pertenecían a otra.
   
    Febrero llegó más rápido de lo esperado.  No podía postergar más mis planes de fuga aunque la sonrisa rubí de mi amante reclamara bondad.  La guerra avanzaba en silencio en aquellos primeros meses, parecía que estuviera dándome tregua para reunir el valor necesario.  ¿Cuánto valor hace falta para destruir los sueños e ilusiones de una chica enamorada?  Pero las noticias del diario confirmaban mis sospechas: el objetivo de Hitler era conquistar territorio y Francia estaba en el punto de mira.
    —¿Nos vemos esta noche? —preguntó Rosita en susurros mientras me servía la cena en el comedor y restregaba sus mullidos pechos contra mi espalda.  Negué con la cabeza y me acaricié la tripa dando a entender que estaba indispuesta—.  Oh —exclamó—.  ¿Entonces cuándo?
    La loca de mi lado se impacientaba por recibir su ración de sopa y mi fogosa enfermera cada día era menos discreta.  Suspiré, había llegado el momento.  Hacía días que lo llevaba escrito en una servilleta que escondía por dentro del pantalón de mi pijama.  La saqué con disimulo y se la di.  La guardó en el bolsillo de su delantal con toda la ilusión del mundo.  Aquella noche perdí el apetito de verdad y le regalé mi plato de sopa a la de al lado.
    El mensaje de la servilleta decía lo siguiente: “Amor mío, te espero el viernes pasada la medianoche en nuestro rincón secreto”.  El rincón secreto no era otro que una habitación vacía en el piso superior.  Esa zona estaba reservada al personal interino y era frecuente encontrar cuartos vacíos ya que la dirección mantenía el mínimo de enfermeras.  Era arriesgado por mi parte escabullirme fuera de la planta de los pacientes pero más seguro que tener a Rosita gimiendo en mi cuarto.  Los viernes, tanto Rosita como la Torres estaban de guardia.
   
    Martes.  Intenté escaparme de Rosita, no me importó quedarme congelada de manos y pies en el jardín.  Por la tarde, en la sala común, la vi de lejos.  La enfermera Torres estaba delante mío tratando de inmovilizar a una paciente que le había dado una rabieta.  Rosita me saludó y me lanzó un guiño haciendo alusión a la cita del próximo viernes.  La saludé con disimulo medio escondida tras la columna.  La boba de Torres se la quedó mirando y su paciente aprovechó para echar a correr.  Entonces Torres se giró buscando a otra posible a la que fuera dirigido el saludo.  Me vio.  Pero no le di motivos para hacer conexiones, contemplaba embelesada el techo como hacían la mayoría, perdiendo el tiempo, sin nada más divertido que observar.
    —Hombre, Antonia, ¿es nuevo ese pijama? —Se acercó—.  ¿Te crees muy lista?
    Cuando pensé que iba a atacarme, a empujarme hasta mi cuarto para arrancarme el pijama o rasgarlo sin contemplaciones, se atrevió a mirar en la dirección de Rosita y la encontró con la expresión seria y algo furiosa observando su acción.  Si acudía en mi defensa, mi plan se iría a pique.  Mi intención era hacerle creer a la Torres que Rosita estaba de buenas y enviarle después un mensaje falsificado para que se reuniera con ella el viernes en el “rincón secreto”.  Pero la boba no lo era tanto como me hubiera gustado.  Me agarró de la pechera y se limitó a soplarme el flequillo.
    —¿Qué estás tramando?  No voy a perderte de vista —Y me soltó olvidándose del pijama.

    Miércoles.  Confiaba que Rosita no le diría nada a su compañera de lo nuestro pero también sabía que era en extremo inocente y podía escapársele alguna evidencia.  Tal y como amenazó, la Torres se convirtió en mi sombra, y tal como temí, Rosita jugó mal disimuladamente a los espías.  
Paseando por el jardín, llevaba a mi enemiga detrás dándome instrucciones como si fuera una mula.
    —¡Para! —Nos detuvimos para que pudiera charlar con otra enfermera que se había acercado a entregarle unos informes.
    Rosita, escondida tras un árbol, me hizo señas.  Si acudía donde estaba, seguro que la Torres nos descubriría, pero mi intuición me avisaba que de no hacer nada la misma Rosita vendría a mi encuentro.  Volvió a hacerme señas y me acerqué paseando tranquilamente para dejarme caer a la sombra del árbol, aunque el sol de invierno apenas templaba la piel.
    —¿Qué fue eso de ayer?  ¿Gloria te está molestando?
    —Es irascible con todas.
    —Tal vez sospecha… Tendré que hablar con ella y decirle que encuentro agradable tu compañía pero nada más.
    Enterré la cara entre las manos.  Había infravalorado del todo la inocencia de mi “novia”.
    —Pero entonces ella supondría que somos amigas.  Lo mejor es que no nos vea juntas.  ¿Por qué no te sientas con ella este mediodía en la sala de enfermeras y tratas de ser cordial?
    —Sí, es buena idea.  Así podré sonsacarle si sabe algo… —Y sin darme tiempo a reaccionar, me dio un rápido beso en la mejilla y desapareció entre la arboleda.  
    Torres, como hecho a propósito, nos había pillado.  Mi cara de espanto debía ser un poema pero al rato me tranquilicé.  ¿Qué había visto?  ¿Una enfermera joven y dulce siendo cariñosa con una paciente?
    —¡Tú, levántate! —ordenó y obedecí de mala gana—.  Vamos a tener una charla…
    —Disculpe, enfermera, pero tengo cita con el doctor —Ese día necesitaba más que nunca el ansiado cigarrillo.
    Gruñó pero me llevó al despacho del doctor no sin antes darme un codazo fortuito.

    Jueves.  La cosa iba de mal en peor.  Torres había pedido cambiar su mañana libre, seguramente con el temor de que me viera a solas con Rosita.  Mi deseo, muy al contrario, no era el de dedicarme al romanticismo sino esconderme hasta que pasara la tormenta.  Vi a Torres en el comedor, desayunando con las otras, y apuré rápido las gachas para hacerme invisible.  Pero antes de poder escapar, Rosita, sentada al lado de su compañera, me sonrió e hizo un gesto con la mano indicando que “luego me contaría”.  La Torres me miró muy seria, iba a matarme.  
Entregué el tazón a la cocinera y salí con paso rápido de la sala.  El único lugar en donde podría estar segura era en algún recodo del jardín.  Se me ocurrió la loca idea de colarme en el ala masculina.  “Céntrate, Toni —me dije—, acabarían por descubrirte y ya no saldrías nunca de aquí”.  No, tenía que seguir con mi plan inicial.  ¿Y qué si la Torres había descubierto que a Rosita le gustaba?  No podía imaginarse que es lo que le tenía preparado, ninguna de las dos podía.
—¿Te persigue el lobo, princesa?
—¿Qué…?
La tenía detrás.  Sin poder reaccionar me agarró del cuello.  ¡Qué mujer tan terrible!  Si los fascistas hubieran permitido a sus mujeres luchar en el frente, ésta se hubiera zampado a un regimiento entero.  Iba apretando el brazo alrededor de mi cuello despacio mientras yo trataba de encontrar sus ojos con las uñas.
—¿Te falta el aire, cielo?  ¿Adivina que llevo en el bolsillo? —Podía ver el extremo de un cinturón—.  ¿Qué te apetece hacer esta mañana?  Un suicidio nos daría tema de conversación durante semanas.  ¿Se presenta voluntaria, señorita Antonia?
Conseguí agarrarle un mechón de cabello y estirarlo con todas mis fuerzas.  La sorpresa, más que la pobre violencia de mi ataque, le hizo aflojar el nudo y me escabullí pero no lo suficiente rápido.  De una patada me hizo caer al suelo.  Esta vez no permití que se me echara encima.  Rodé fuera de su alcance y me incorporé al momento.
“Piensa, piensa…  No puedes matarla, no puedes seguir huyendo…”
—¿A qué viene esto, enfermera?
—¿Estás flirteando con mi amiga?
—Es bonita y simpática pero no le gusto de esa forma.  No es de nuestro estilo, ¿sabes?
—¡Por supuesto!  Ella es perfecta, inmaculada…  No cedería ante el pecado.  ¿Pero cómo puedo asegurarme de que la serpiente no la morderá a traición?  ¡Aplastándola! —Sacó el cinturón y, sacudiéndolo como un látigo, me golpeó la cara.
—Si… si me pasa algo, Rosita sospechará de ti.  No te perdonará.
—Ah, por eso la rondas, para esconderte detrás de su falda.  Tiene sentido.  Pero no voy a permitirlo.  Te alejarás de ella o te haré desaparecer.  ¿Te queda claro? —Y me atizó repetidamente con el instrumento de tortura.  Aguanté estoicamente sus golpes y respiré aliviada cuando se alejó.  Había conseguido más tiempo.

Viernes.  Me permitieron quedarme en la habitación alegando que no me encontraba bien.  Tuve suerte que Rosita no empezara hasta más tarde, de lo contrario se habría encargado de llevarme la bandeja con comida al mediodía.
—¡Uy!  ¿Y ese golpe que tiene en la cara? —preguntó la enfermera de turno acercándose a inspeccionar.
—Me caí por las escaleras.
—No tiene buena pinta —Y no había visto los cardenales del resto del cuerpo—.  Debe tener más cuidado o su madre pensará que la maltratamos —sonrió suponiendo que había hecho una gracia.
—Estaré bien, gracias —Pronto, muy pronto.
—La dejaré descansar.  Si necesita algo más, la enfermera Torres hace la vigilancia hoy —Lo que significaba que la tenía sentada en la mesa del corredor controlándome.  Justo lo que quería.

Las horas pasaban lánguidas tumbada sobre la cama mientras seguía la sombra que los barrotes de la ventana iban dejando sobre la pared.  Al fin oscureció.  Me trajeron la cena.  Y a partir de ese instante me mantuve alerta para no dormirme.  Con el reloj en la mano iba contando los minutos.  Medianoche, al fin, todo estaba en silencio.  Los pacientes en los cuartos, las enfermeras de guardia jugando a cartas en su sala, Torres montando vigilancia y Rosita esperándome.  Ya voy, mi Julieta, ya voy a destrozar tus sueños.
Salí de la habitación tratando de parecer lo más sigilosa posible.  El pasillo estaba a oscuras a excepción de la luz en la mesa de la enfermera.  No me giré a mirarla pero sabía que la depredadora estaba agazapada entre las sombras preparándose para atraparme.  Contaba con su curiosidad, que podría más que su sentido del deber, de la moralidad o lo que fuera.  Torres temía, como todos los enamorados tememos, que su Rosita no fuera tan perfecta.  Me seguiría hasta el fin del mundo sólo para obtener la respuesta.
Me dirigí a las escaleras auxiliares y subí al piso superior.  Oía su respiración, su duda.  Se detuvo.  Sólo un titán se daría media vuelta y aguantaría la tentación.  Seguí adelante, más despacio, dándole tiempo a resolver sus conflictos.  Continuó “a mi lado” y la llevé hasta la puerta mágica.  “Tras esta puerta, Torres, se haya el gozo y el sufrimiento; puedes escoger uno pero acabarás teniendo ambos”.  Ahora era yo la que me mostraba dubitativa: colocaba la mano sobre el pomo, la retiraba como si quemara, volvía a intentarlo…  Suspiré y salí corriendo por donde había venido.  Torres se escondió rápido tras la esquina.  Estaba hecho, la trampa tendida, el cebo puesto, la fiera incapaz de ver el peligro caería de cuatro patas.  Se acercó a la puerta y abrió con sumo cuidado…
—¿Toni? —preguntó mimosa la ingenua de Rosita.  Torres cerró inmediatamente la puerta tras de sí para que la quebradiza luz del pasillo no delatara su identidad.
“Ahí la tienes, a tu virgen, desnuda, con el nombre de otra en los labios.  ¿Qué vas a hacer?”.  Fue presuntuoso de mi parte suponer que Torres haría exactamente lo mismo que yo en esa situación.  Se acercaría a la cama atraída por el ronroneo de la gata.  Pondría la mano sobre su cuello, un fugaz pensamiento de muerte, pero el calor, la respiración agitada, le harían descender hasta el pecho.  Allí, los gemidos cegarían su conciencia, borrarían cualquier duda o temor, seguiría simplemente su instinto.  Rosita, con la lección aprendida, no tocaría el cuerpo de su amada, se limitaría a ser la ofrenda cerrando los ojos, como si no fuera suficiente la oscuridad, para ocultar su vergüenza.
La torre, hasta ahora altiva e imponente, se irá desmoronando ante el cuerpo caliente de la doncella.  Tantos años de represión y penitencia acumulados sólo hacen más fuerte su deseo, más y más...  Después se cortará la mano para pedir perdón pero en ese momento urge el alimento hasta saciar todo el hambre que arrastra, que no es poca.  Primero un beso, torpe.  Rosita reirá con el labio lastimado.  “No, no te rías de mí”, pensará la pobre fiera herida de amor.  Le sujetará la cabeza y volverá a intentarlo con frenesí, una y otra vez hasta conseguir adentrar su lengua y experimentar vértigo en el vientre.  Rosita se extrañará por el sabor pero se rendirá ante la súbita fogosidad.  Jamás antes su amante se había mostrado tan impaciente.  “Tómame”, dirá, “soy tuya”.  Y ya nada podrá detener a la intrusa.  Jadeando arrancará los botones de su vestido asfixiada de tanto calor, se arañará la piel intentando liberarse de su opresiva ropa interior, de la faja, simbólico cinturón de castidad.  “Tómame, tómame…”.  Juntará su cuerpo con el de ella tratando de fundirse.  Todo le excita, cualquier roce, pero desconoce la forma de llegar al clímax. Gemirá, como el animal que es, ante el desconcierto y buscará con el morro.  Boca con piel, disparo a bocajarro de besos que dejará algún morado en esos senos blancos y tiernos.  Entre las piernas, al fin, tropezará con el maná.  No sabe ser delicada, meterá la lengua como el oso que atrapa miel en el hueco de un árbol, pero la dulce víctima no se quejará, al contrario, le regalará un baile lleno de melodiosos suspiros.  “Oh, sí…  Oh, sí, mi amor…”.  Y se vendrá en jadeos más fuertes agarrándose a los brazos gruesos que la aferran y que son desconocidos.  Algo pasa pero la fiebre todavía es intensa, las sacudidas la transportan otra vez y aún una tercera antes de que la violadora, quemándose por dentro, la abandone para explorar su propio placer, que conseguirá satisfacer frotándose contra el muslo mojado y tembloroso de su ángel.
—¿Toni? —La bella ha abierto los ojos.  La silueta agazapada que solloza a su lado no es la esperada y, sin embargo, resulta familiar…

El grito se hizo presente cuando la enfermera jefe del turno de noche abrió de par en par la puerta…  Si Rosita gritó al descubrir a la Torres desnuda en la cama o ante la intromisión de su superiora, no lo sabré nunca porque jamás volvimos a hablar.  Miraba confusa la escena de que era protagonista con la misma curiosidad que las otras enfermeras y me encontró de pie entre ellas.  Sus ojitos brillantes carentes de odio, me hicieron suponer que, aquellos primeros días, justificó mi acción pensando que había tratado de rescatarla de la brutalidad de Torres.  En su cabeza me tachaba de haberme dejado llevar por el pánico, de haber corrido a buscar ayuda sin valorar las consecuencias; su corazón seguiría defendiéndome a pesar de mis declaraciones posteriores ante la junta directiva del hospital:
—Señorita Gelabert, díganos qué hacía usted en el piso superior cuando descubrió la infracción de las enfermeras Torres y Morales.
—La enfermera Torres me obligaba a mirar.
—¿A mirar qué?
—Como se lamían sus intimidades.
La junta estalló en una exclamación conjunta y  mi buen doctor tomó la palabra.
—Por favor, mi paciente podría sufrir una recaída de su enfermedad neurológica  si continúan con esta clase de preguntas.
—Tratamos de descubrir la verdad.
—La verdad es que la enfermera Torres abusaba de mi paciente, como demuestran los golpes en su cuerpo, y la torturaba sádicamente presenciando obscenidades.  Ha de ser cesada de inmediato.
—Y lo será pero déjenos acabar con el interrogatorio.  Prosiga, señorita, ¿qué más cosas hacían delante suyo? —Y le regalaba toda clase de detalles morbosos.
Rosita se exilió en el piso de sus padres y no declaró en su defensa.  Me hizo llegar algunas cartas… ¿de amor?, ¿de reproche?  Las rompía en mil pedazos.  No quería su perdón, quería mi libertad.  La Torres directamente se vio aplastada por la evidencia.  Hacía meses, desde que algunos escucharon su primera discusión aparentemente amorosa, que corría el rumor de que era una de esas, una invertida.  El escándalo no tardó en atravesar los muros del hospital y el doctor me dio el alta para evitar que los curiosos me acosaran.
¿Qué acabó siendo de ellas?  Supongo que Rosita se buscaría un novio decente y se casaría más pronto que tarde para acallar las malas lenguas.  Ojalá me haya olvidado. Torres tal vez se aplicara la amenaza que me hizo con el cinturón…  No me importa, era libre.  Libre para ir a buscar a mi Alba.  Pero entonces los nazis entraron en París.  Gracias al armisticio invadieron el norte de Francia mientras se aseguraron la colaboración del sur.  Ninguna persona, inocente o culpable, que hubiera sido detenida por motivos políticos por los fascistas españoles, conseguiría cruzar legalmente esa frontera.

Me descubro en el espejo del pasillo, con esa cría desvalida enganchada a mí, manchada de sangre.  ¿Cuántas Rositas confiadas seguirá poniendo el destino en mi camino?  ¿Cuántas hasta ver conseguido mi objetivo?  Mi reflejo, los ojos claros, llenos de marismas, el perfil orgulloso, la crueldad de mi corazón.  Mírate, Toni, eres digna hija de tu madre.

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