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La Virgen de Alba - capítulo 2




II.  Las pobrecitas


- Que sean dos pesetas.
    - ¡Niño!  Cuatro reales y este bollo y vas contento.
    - Trato hecho, señora -dice el pillo y le entrego la enorme cesta para que la cargue hasta la puerta del presidio.
     Lo recuerdo.  Había sido un hospicio para huérfanas y chicas descarriadas.  Mi madre me llevaba de niña cuando venía a hacer caridad y las monjas, con acento francés, nos recibían con todas las atenciones.  Las monjas que lo ocupan ahora no tienen acento, bien españolas que son, pero hay cosas que no cambian, el dinero sigue abriendo puertas.
    - Señorita Gelabert, agradecemos enormemente su visita -recibe bien la monja de la portería con su sonrisa forzada y agria.
    - En estos malos tiempos, todas las almas merecen caridad.
    - Unas almas más que otras, señorita...  ¿Quiere visitar el huerto mientras la hermana trae a la pobrecita?
    Eso relajará mis nervios.  Pago lo convenido al chico y me dejo acompañar hasta una puerta que da hacia el otro lado de la gran casa.  La finca es grande, el huerto inmenso.  A lo lejos veo algunas presas trabajando en la tierra vigiladas de cerca por otra monja.  El recinto está bien vigilado, no será fácil.  Guardias en la entrada y controlando el perímetro.  Es una locura, me digo, voy a acabar yo también entre rejas si sigo con el plan. ¿Cambiaría mi prisión por ésta?
    - Había un estaño.
    - Lo sigue habiendo, señorita.  Venga conmigo, la acompañaré al jardín aunque no está en muy buenas condiciones.
    Ahí está.  Drenado para evitar la pestilencia de las aguas muertas.  La monja no se separa de mi lado pero tengo experiencia viajando al pasado aún en estrecha compañía.


Jugaba con mis trenzas estudiándolas a contraluz, fantaseando que pronto tendría edad para decidir deshacerme de ellas y llevar un corte más a la moda, como un chico.  En algunas revistas de mi madre de alta costura, había maniquís con traje pantalón.  Una atrocidad inmoral, opinaba madre, aparentemente cómodo según yo.  Cuando tuviera edad... Aunque ya no me sentía una niña.  Había madurado rápido y abandonado las muñecas de cartón por muñecas reales.
    Se escondía tras los altos cipreses cuando sabía de mi visita.  Mientras madre cumplía sus deberes de caridad y era agasajada con café y pastas, a mí me era permitido jugar con las internas.  Pero yo tenía mi preferida.  Una muñequita de rizos cobrizos y ojos violeta que se volvían grandes cuando jugaba a meterle la lengua dentro de la boca.  Se escondía para provocarme, para que perdiera el aliento en la búsqueda y, al encontrarla, deseara con todas mis fuerzas castigarla por el sufrimiento.  Entonces la arrastraba de malos modos hasta nuestro rincón secreto, aunque no oponía mucha resistencia.
    - Levántate la falda -ordenaba caminando a su alrededor con los brazos tras la espalda.
    - No sea mala conmigo, señorita, que yo la quiero mucho.
    - No, no me quieres y por eso voy a castigarte, para que aprendas a quererme mejor.   
    Si era perversa aquella chiquilla que nunca llevaba ropa interior bajo la falda alegando que ensuciaba las bragas pensando en mí.
    - Marrana...
    Entonces la obligaba a tumbarse sobre mi regazo y pellizcaba su trasero, tan blanco que mis suaves pellizcos dejaban lazos rosados decorando su piel.  La torturaba con la espera.  En nuestro silencio podíamos escuchar el sonido de la naturaleza en el jardín y el jolgorio de las niñas jugando a lo lejos.  Pero allí estábamos sólo nosotras, sintiendo el cosquilleo en el vientre, sin saber muy bien la forma de calmarlo pero con la tentación irreprimible de llevarlo hacia el límite.
    - ¡Uno! -gritaba sorprendiéndola con un azote.
    - ¡Dos! - y seguía dándole con todas mis fuerzas hasta llegar a diez mientras ella se tapaba la cara con las manos acallando sus quejidos.
    Al acabar, jadeábamos ambas como si hubiéramos corrido por el parque.  Cómo me gustaba la suavidad de su piel enrojecida, el calor que quemaba mi mano.  Y al bajar un poco, cierta humedad que sentí como propia.  La acariciaba allí con delicadeza, sabiendo que no era correcto, que no era esto a lo que jugaban mis amigas del colegio, que preferían dibujar corazones en los árboles enlazando su nombre al de un chico.  No hubiera cambiado a mi muñeca de los rizos y el trasero blanco por un chico.


    - Aquí la tiene - dice la monja de adusta mirada y por un momento me parece ver una melena colorada asomándose a la puerta… Pero no.
    - ¡¿Qué te han hecho?! - exclamo impresionada por su corte de cabello desigual, parece un cepillo de cerdas rotas y desgastadas con zonas calvas.
    - ¡Oh!  ¿Esto? - se pasa la mano sobre los pelajos morenos, sonriendo -.  Es la última última moda en penitenciarías, el estilo antipiojos, lo llamamos - y aún tiene el arrojo de lanzarme un guiño.
    - Inés… yo…
    No se lo piensa dos veces y corre a abrazarme más rápido de lo que la monja agarra el bastón para arrearle en las costillas.  “¡No tocar, no tocar!” - grita como posesa la casi anciana..
    - Sí, hermana, no vaya a contagiarle a esta santa mujer mis depravaciones.
    Y la monja asiente complacida de que el alma en pena se sepa de memoria su epitafio.  Por  miedo a un nuevo arrebato, y en parte conmocionada por la escena, me siento en una silla e Inés se sienta en la que está al otro lado de la mesa.
    - No pongas esa cara de susto.  El corte de pelo es un castigo a mis “depravaciones”, sólo que la ofendida era una monjita de buen ver a la que traicioné por una recién llegada de no menos merecer.
    Y sonrío.  No creí que nadie pudiera volver a arrancarme una sonrisa sincera.
    - Pero cuéntame… ¿Qué es de tu vida?  La mía más de lo mismo: hambre, piojos y ni una sola braga limpia.  Me recuerda los pocos meses que pasé sirviendo rancho en la trinchera sólo que entonces me sentía feliz.  La guerra sigue entre estas paredes - un brillo fugaz en su mirada me demuestra que la miliciana no ha sucumbido a pesar del encierro y las penurias.
    - Yo… no puedo quejarme.  Mi madre me ha buscado un pretendiente... - me mira extrañada como si estuviera hablando en otro idioma -.  Esta vez no voy a poder esquivarlo.
    - ¿De qué estás hablando?  ¿Te has rendido? - y me hace sentir vergüenza de mi ropa limpia y mis uñas cuidadas.
    - No - susurro, deseando en realidad poder gritarlo -.  No, nunca.
    - La vi.
    Un par de palabras y el corazón empieza a galopar, desbordándose, desparramando mi mente.  Me agarro con las dos manos a la mesa tratando de no perder el sentido de la realidad.
    - En Argelès, la vi - repite -.  No murió de pena aunque algunas creímos que no tardaría.  Nos habíamos juntado un grupo de la CNT y tratamos de hacer aquello más habitable.  La hostigábamos constantemente con peticiones para mantenerla distraída pero la mayoría de las veces ni nos contestaba.  Paseaba orilla arriba, orilla abajo sin importarle el frío ni las olas empapando sus pies desnudos.  Parecía un fantasma.  Daba tanto miedo que los guardias no se le acercaron ni una vez, y menos mal porque era peligroso para nosotras separarnos del grupo, tuvimos más de un susto, de noche no se les veía venir tan negros como eran - se me para el corazón, en cualquier momento soltará que su tumba está bajo la arena -.  Pero se repuso, confiaba en que vendrías a buscarla y no quería fallarte.  Fue de gran ayuda, intrépida y creativa, como es ella, acabamos publicando nuestra propia revista revolucionaria… - se queda mirando el techo, tal vez recordando o fabricándose un recuerdo mejor.
    - Sigue, por favor.
    - Con el tiempo se cansó de esperar.  Llegaban noticias de que empezaría la guerra contra Alemania y temíamos encontrarnos atrapados entre dos frentes fascistas.  Atrapados como ratas en un barco que empieza a hundirse.  ¿Te haces a la idea?  Así nos sentíamos, sin esperanza.  La gente se dejaba morir, era horrible.  Pero Alba no, no estaba dispuesta a rendirse.  Me dijo que iría a buscarte, que debías estar en París buscándola a ella también.
    Se me escapa un gemido lastimoso, la mirada se me nubla, húmeda.  No llegué a París, ni siquiera a suelo francés.   
- Contrólate - me regaña Inés señalando de reojo a la monja sentada a pocos pasos de nosotras que aparenta leer -.  
- ¿Escapó? - pregunto temblando.
- Escapó.  Se hizo amiga de una enfermera, ya me entiendes, y consiguió salir.  No trajeron su cadáver a los pocos días así que supongo que lo consiguió, por lo menos esa vez.
- Entiendo… - nos quedamos mirando la una a la otra expresando todo lo que no podemos decir con palabras.
- ¡Se acabó! - exclama la monja sobresaltándonos -.  Es hora de nuestras oraciones.  ¿Verdad, Inés?  Lo prometiste.
- Oh, sí, hermana.  Es la condición para dejar que me visitaras - pone una mueca divertida -.  Señorita Gelabert ¿no tendrá alguna monedita para esta pobrecita?  Venga mujer, seguro que algo le queda en los bolsillos.
- ¿Qué? - ¿me está tomando el pelo?
La monja la agarra del brazo alejándola de mí.
- Una monedita o mejor una peladura de naranja.  Va, señorita, busque…
Me llevo la mano al bolsillo de mi americana, tal vez me quede algo suelto…  Pero lo que tocan mis dedos no son monedas, sino un papel doblado.  Hábil, muy hábil.  ¿Cómo pudieron perder la guerra?
Una segunda monja aparece, la que hace de portera y me acompaña a la salida muy cortésmente.
- Vuelva otro día, estaremos encantadas de recibirla.  Pero olvídese de esa descarriada, hay otras que merecen más su piedad.
- ¿Qué quiere decir? - me estoy cansando de aguantar el tipo.
- Que ya le ha llegado la carta del tribunal y no se libra, que Dios la acoja en su seno.  Cualquier noche vienen a llevársela.
Llegando a la puerta exterior, Inés me saluda a lo lejos cerca del huerto y grita algo.
- ¡¿Qué?! - no la entiendo y la monja me apremia.
- ¡¿Por qué no fuiste a buscarla?!

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